viernes, 6 de enero de 2012

Nothing at all.

La prostituta no quería que nadie la acompañara a casa esa noche.

Estaba en la calle, con su minifalda vaquera y sin camiseta, con medias de rejilla para que el frío penetrara sus carnes y un bonito sujetador negro con encajes realzando sus blancos senos, los tacones que habían amenazado con empujarla marcaban el ritmo de su partida. El viento ondeaba su cabello pintado del color de las mujeres del norte, y sus labios reflejaban el espíritu y la vida de las rosas más vivas. Los ojos de un ángel caído se habían alojado en sus cuencas.

Y ella caminaba, sin que el tiempo pasara más rápido o más lento, con los brazos cruzados y emanando de la boca un vaho tan denso que se confundía con humo de tabaco. Ese era un día más en la calle después de cobrar, después de humillarse, después de que no consiguiera nada más para ganarse la vida. La oscuridad se cierne sobre la chica a cada paso que da y una panda de jóvenes drogadictos destrozan con el metal de varias navajas la seda de la que está compuesta.

De todos modos, nadie se lamenta. ¿Quién va a echar de menos a una puta?

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